Septiembre, el mes de la vuelta a las aulas. Cuando era niña, en una época en la que eso
del ‘acoso escolar’ no le sonaba a casi nadie, tuve yo un ingenioso profesor cuyos
calificativos, en referencia a algunos de sus alumnos, provocaban las risas de casi todos.
¿Se imagina que llamasen a su hijo ‘diarrea mental’? Pues precisamente ese se convirtió
en el mote de uno de mis compañeros de clase por la divina intervención de mi querido
profesor. Sí, yo apreciaba a ese hombre. Conmigo siempre había sido amable y además
me gustaban sus clases. Su cruel uso de los calificativos ni me afectaba, ni me parecía
que estuviera fuera de lo normal. Hoy me avergüenzo. Qué tendrá la normalidad que
nos hace insensibles a lo injustificable.
Recuerdo también otros insultos y malos modos que comenzaban, esta vez, en el patio
del colegio, y que habitualmente no encontraban un contrapunto tajante en las aulas. Me
atrevería a decir que por aquel entonces era bastante peor denunciar que no hacerlo. En
unos casos el propio profesor acababa incorporándose a la broma, y en otros, si bien
reprendía a los responsables, lo hacía con poca convicción. En cualquier caso, todo
seguía igual –e incluso puede que algo peor– para ‘la pestosa’, ‘el poti-poti’ o ‘el cara
veinte duros’. Qué mal lo debieron pasar.
Afortunadamente, lo que hace 30 años formaba parte de la normalidad, ha dejado de
serlo. El acoso escolar es un problema grave y reconocido, y las instituciones se han
marcado como prioridad el encontrar la mejor forma de enfrentarlo en beneficio de
quienes lo sufren. En esta línea, el pasado mes de abril el Consejo de Gobierno de la
Comunidad de Madrid aprobaba un decreto en el que se establecía el marco regulador
de convivencia en los centros docentes de la región. En él, por ejemplo, se considera
deber de los alumnos (p.14):
[c]omunicar al personal del centro las posibles situaciones de acoso o que puedan poner
en riesgo grave la integridad física o moral de otros miembros de la comunidad educativa
que presencie o de las que sea conocedor.
La omisión de este deber se considera una falta grave.
Me pregunto qué efecto habría tenido en mí el conocimiento de esta obligación hace
30 años. Creo que ninguno. Denunciar supone exponerse, y al hacerlo, convertirse en
posible foco de la peor atención posible, la del insulto y el acoso. Denunciar requiere
confianza en quien atiende la denuncia. Si la confianza en la persona o el sistema no
existe, un sencillo acto de denuncia se convierte en una heroicidad. Lo mismo cabe
decir con respecto a docentes y administradores. En ocasiones la situación puede ser
tan violenta, tan delicada para quienes conviven diariamente con ella que requiere de
la intervención de un juez externo, alguien encargado de afrontarla y, una vez
concluida su labor, marcharse. La figura del inspector es fundamental en estos casos.
Debería ser esta la figura de confianza, que cumple con la legalidad y la aplica en
casos muy graves. No basta con que un inspector informe y asesore a los equipos
directivos; en casos de riesgo contra la integridad física o moral, el centro o los
propios padres del pequeño deberían poder acudir directamente al inspector y
solicitar su intervención inmediata en el asunto.
Nadie debería verse obligado a convertirse en un héroe. Es más, me atrevo a decir
que el mejor sistema posible es aquel en el que los héroes no existen.