LE VOY A HACER UNA AUTOCRÍTICA

Txetxu Ausín, colaborador de LI²FE 


Viene aquí a colación ese chiste relativo a los partidos marxistas en los años sesenta del siglo pasado: “camarada, ven que te voy a hacer una autocrítica”.

Autocrítica era el reconocimiento público de los propios errores al que estaban obligados los miembros de los partidos comunistas ante las autoridades de los mismos. Mao Tse-Tung afirmaba que los comunistas tienen en sus manos “el arma marxista-leninista de la crítica y de la autocrítica” y que el reconocer públicamente los propios errores “es un rasgo fundamental que nos distingue de los demás partidos: la práctica consciente de la autocrítica”. La realidad era su “uso” para purgar y eliminar a los militantes que caían en desgracia. Quienes discrepaban de las verdades oficiales o por cualquier otra razón, perdían la confianza del ‘aparato’ y eran procesados. En sus declaraciones indagatorias solían aceptar toda clase de culpas y de errores. Abjuraban de sus ideas y se acusaban a sí mismos de los peores crímenes. Su actitud iba más allá de la autocrítica: era en realidad una auto-acusación, que servía de antecedente para su condena y punición. Lo cual no deja de tener un cierto paralelismo con el sacramento católico de la penitencia (examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda y cumplir la penitencia) que también se llevó al paroxismo en momentos como los dominados por la Inquisición y la caza de brujas.

    Según el diccionario de la RAE, la autocrítica es el juicio crítico que se realiza sobre obras o comportamientos propios, sean de individuos, organizaciones o colectividades. Es un ejercicio de auto-examen, de introspección, de mirada hacia dentro, de “pensarse bien”. Y no es una práctica solitaria, sino solidaria, pues la crítica por medio de otros, forma parte de ese auto-examen, sobre todo cuando la crítica proviene de puntos de vista ajenos y diferentes al propio; de ahí el “imperativo del disenso” que formuló el recientemente fallecido Javier Muguerza. Si la autocrítica es la mejor crítica, la crítica por medio de otros es una necesidad.

    Antonio Machado ya nos recordaba que la autocrítica es una suerte de “deliberación con uno mismo” y hecha desde uno mismo:

“Converso con el hombre que siempre va conmigo / quien habla solo espera hablar a Dios un día; / mi soliloquio es plática con ese buen amigo / que me enseñó el secreto de la filantropía”. Retrato, Antonio Machado

    Entiendo la autocrítica como esa deliberación interna que conduce al reconocimiento de equivocaciones y errores. Y encubrir los errores, ocultarlos y olvidarlos es el mayor pecado intelectual y ético:

“Lo más odioso es dejarse engañar por uno mismo. Y cuando el que quiere engañarte no se aleja ni un poquito, sino que está siempre contigo, ¿cómo no va a ser temible?” (Platón, Cratilo, 428d).

   Lo contrario de la autocrítica es el autoengaño: El autoengaño supone el fracaso de la sinceridad debida a uno mismo (responsabilidad moral) y el fracaso en la voluntad de establecer la verdad (responsabilidad epistémica). Más aún, nuestra conciencia está condicionada por una pléyade de sesgos y heurísticas (Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio), que pueden ofrecernos una auto-percepción errónea de nuestra conciencia y una inclinación hacia emociones intensas, determinantes y manipulables como el miedo, que favorece el auto-engaño y la auto-justificación, frente a la auto-crítica. Sesgos como la disponibilidad, las cascadas, la polarización grupal, las predisposiciones culturales, los sesgos raciales y sexistas... Y nuestros interlocutores pueden tener también sesgos, muchas veces coincidentes con los nuestros, de modo que se refuerza nuestra propia visión sesgada de las cosas; de ahí el mencionado imperativo del disenso.

   Popper sostenía que en caso de que uno tenga un prejuicio que lo predisponga a favor de su teoría (científica, social, política) preferida, ojalá no le falten amigos, colegas, interlocutores impacientes por criticar su trabajo, es decir, por refutar sus teorías preferidas, y que lo hagan por la fuerza de los argumentos y no por la violencia.

   Pensar y actuar en consecuencia es tener el valor de equivocarnos; recuérdese la conocida expresión latina errare humanum est, sed perseverare diabolicum, que traducida literalmente significa: errar es humano, pero perseverar (en el error) es diabólico.

    Estamos condenados a convivir con el error. Es imposible evitar todo error. La vieja idea de que se pueden evitar los errores debe ser revisada; ella misma es errónea. Aunque, claro, sigue siendo nuestra tarea (la tarea de Sísifo) evitar errores en lo posible, especialmente aquellos que pueden tener consecuencias trágicas y dolorosas. Pero precisamente, para eludirlos, hay que tener claro cuán difícil es el evitarlos y que nadie lo consigue completamente.

    Los errores son obstáculos con los que se enfrenta la razón y cuya superación permite a esa misma razón ser reflexiva, autoconsciente y capaz de auto-vigilarse, mejorando y afinando precisamente los mecanismos para el control de los errores. Por obra de la rectificación, el error viene a jugar una función de utilidad para el progreso del conocimiento: “Un hombre nunca debe avergonzarse por reconocer que se equivocó, que es tanto como decir que hoy es más sabio de lo que fue ayer.” (Johathan Swift).

   


Por todo lo anterior, debemos esperar y aceptar nuestros errores, indagar sobre sus causas, buscar los medios para corregirlos, rectificar (cambiar) y reparar los daños causados. Porque, aunque los errores son una realidad ineludible, hay que esforzarse por evitarlos y proseguir en la aproximación a la verdad.

    Nadie alcanza a poseer la verdad sobre el mundo y mucho menos toda la verdad. Pero debemos buscarla, frente al relativista, para conjurar el mal de la falsedad. Sin verdad, no puede darse ningún error y sin error no hay falibilidad. Quizá yo no tenga razón y la tengas tú; quizá podamos estar equivocados los dos. Volviendo a Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.

    No obstante, si bien erramos y nos equivocamos, no existe algo así como un “derecho a equivocarse”. Y es que los errores se explican por sus causas y condiciones, pueden excusarse más o menos por su involuntariedad o levedad, pero no son justificables como si fueran objetos de un presunto derecho; esto sería un absurdo. Se trata de un abuso del lenguaje no inocente pues así se disimula y hasta exculpa lo que es un defecto que ahora pasaría a ser un derecho, de modo que la disculpa, la rectificación y la reparación resultarían menos urgentes y hasta superfluas.

    El conocer, el saber, no es algo neutral, implica una acción, determina un modo de estar en el mundo y de intervenir en él. Y aquí el error cobra otra dimensión: nos permite acercarnos al sufrimiento. O mejor, es el sufrimiento que hayamos podido ocasionar el que nos avisa del error.

    En definitiva equivocarse tiene un valor epistémico y moral en tanto en cuanto reconocer los errores, corregirlos y repararlos es el fundamento para el cambio, la innovación y la transformación individual y social. Y es aquello que caracterizaría una racionalidad crítica y modesta, abierta a la pluralidad, la contingencia, el disenso y, en definitiva, al futuro.

“El precio de vivir en el mundo de los pragmáticos y los escépticos es la necesidad de reconocer que nuestras creencias mejor fundadas siguen siendo inciertas. Ni la física ni la psicología pueden hacer lo que esperaban los racionalistas. (…) Cuando los sueños de la teoría ya no nublen nuestras expectativas, habremos regresado a un mundo de esperanzas y miedos prácticos”. (Toulmin, Regreso a la razón).

   

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