El tiempo que (no) tengo

El tiempo que (no) tengo

Rosana Triviño Caballero. Presidenta de LI²FE

A propósito de la actividad que organizaba en las jornadas de Más Filosofía, mi colega Arancha San Ginés empezaba su introducción contando que lo más complicado de este proyecto había sido sincronizar su propia agenda con la de Lucía (filósofa, preparadora de oposiciones a secundaria y vendedora de jabones), Daniel (becario talentoso con un contrato mileurista de 2 años) y la mía propia (profesora a tiempo parcial en 3 centros diferentes y madre). Y tenía razón. A pesar de nuestras condiciones laborales precarias, o precisamente por eso, nuestras agendas echan humo. Turnos, horarios intempestivos, entregas, clases, viajes y obligaciones varias plagan nuestros calendarios durante semanas, meses. Entregados a la búsqueda de un futuro satisfactorio, sentimos que el tiempo no es nuestro. Verdaderamente no lo es.

En mi caso, veo cómo las horas de un día no bastan para cumplir con todos los quehaceres. Tampoco el día siguiente. Listas y listas de tareas que se van tachando para dejar hueco a otras casi sin solución de continuidad.

Como partícipe femenina del genérico “homo academicus”[1],  el tiempo que tengo lo dedico a preparar clases, rellenar solicitudes de proyectos y plazas que no consigo, escribir artículos para revistas que a veces ni siquiera llegan a publicarse, responder correos electrónicos, grabar mensajes de voz en WhatsApp mientras troto de un lado a otro; a veces voy andando, otras en tren, avión o autobús, camino a donde quiera que tenga la próxima clase, la siguiente presentación.

 

El tiempo que no tengo lo dedicaría a dormir despacio. Caminar tranquila. Bailar. Leer por puro placer. Cantar en ese coro al que nunca me apunto. Escuchar a mi hijo. Dejarme acariciar. Quedar con mis amigas y aprender de personas sabias. “Hacer cosas bonitas”, como decía Arancha en su introducción.

 


Sé que esta primera persona del singular no está sola. Dicen los expertos en gestión del tiempo (profesión emergente y que tal vez hasta da de comer) que el problema fundamental radica en no saber establecer nuestras prioridades. Que no tener tiempo para algo equivale a reconocer que ese algo no es una prioridad. Que perdemos horas y horas viendo series, atrapados en las redes sociales, haciendo cosas sin plantearnos cómo de importantes son. Basta cambiar las prioridades para saciar tu hambre de tiempo para aquello que desearías hacer y no haces. Qué torpeza la mía, la vuestra, la nuestra.

Me pregunto cómo quedaría la distribución de mis tiempos y prioridades, los de Lucía, Daniel, Arancha, Paula, Pedro o Carmen si tuviéramos un trabajo estable, un sueldo decente y un horario compatible con la vida y no con la mera supervivencia. Dice Jorge Moruno en su libro No tengo tiempo. Geografías de la precariedad que “en la pérdida de identidad, seguridad y vínculos asociados a la esfera laboral, así como entre lo que se demanda que se haga, lo que se recibe a cambio y lo que se desea hacer, se produce una quiebra” (p. 114). Esta ruptura tiene que ver con una crisis que no es tal, en su sentido etimológico y temporal. No nos engañemos. Eso que llaman crisis no lo es. Habitamos, sobrevivimos en un cambio de paradigma capaz de borrar cualquier atisbo de certidumbre que haga viable un proyecto vital. Es una nueva forma de sumisión a la que no sabemos cómo hacer frente. A la queja por las horas que nos faltan se une la desesperanza porque, desde hace tiempo, las cosas bonitas se han acostumbrado a esperar.



 

 

[1] Término tomado del prólogo de Raimundo Viejo al libro de Jorge Moruno No tengo tiempo. Geografías de la precaridad, Akal, 2018. 

   

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