Aránzazu San Ginés. Secretaria de LI2FE.
Yo he llegado a muchas encrucijadas en mi vida. Siempre he sabido cuál era el camino correcto. Sin excepción. Lo he sabido, pero nunca lo he tomado. ¿Saben por qué? Porque era jodidamente duro. |
Palabra de Frank Slade (Al Pacino) en su conocido monólogo de la película “Perfume de Mujer”. ¿Es cierto? ¿Sabemos siempre cuál es el camino correcto? Disquisiciones aparte acerca de la existencia de un camino correcto en absoluto y de cómo llegar a él, lo que sí parece claro, en general, es la capacidad del ser humano de predecir el sufrimiento que generará su conducta. Sin embargo, no son pocas las ocasiones en que optamos por prescindir de esta capacidad o acallar sus predicciones. ¿Por qué?
1.- En ocasiones, simplemente, porque nos resulta más sencillo suspender el pensamiento propio, en favor del pensamiento de un líder. Al hacer esto, dejamos de plantearnos las consecuencias de nuestras acciones, y nos convertirnos en seguidores, en masa. Cuenta H. Arendt que “en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan solo los seres «excepcionales» podían reaccionar «normalmente»”. Así de voluble es la normalidad. Así de voluble es el individuo.
2.- En otras ocasiones, quizá, porque a pesar de lo que nos dicta nuestro pensamiento, existen otros factores que nos impulsan a no alinearnos con él. Aunque creemos saber en todo momento cómo deberíamos comportarnos para evitar sufrimiento, no hacemos nada al respecto. Muy significativo en esta línea es el fenómeno del silencio del empleado. Dicen Morrison y Milliken en un artículo de 2003 que:
Un empleado puede permanecer callado en relación con prácticas poco éticas que observe, por ejemplo, por miedo a ser castigado. Los miembros de un grupo pueden elegir no expresar opiniones discrepantes, por el interés de mantener el consenso y la cohesión del grupo. Así pues, el silencio puede ser causado por el miedo, por el deseo de evitar comunicar malas noticias o ideas inconvenientes, y por presiones normativas y sociales que existen en los grupos. |
Haga memoria. Piense en alguna situación en la que usted haya alzado su voz por considerarse víctima de una injusticia. ¿Cuánta gente lo apoyó? ¿Cuántos compañeros? Piense ahora en la gente, en los compañeros de trabajo, a los que usted ha apoyado en público cuando han alzado su voz o cuando, simplemente, precisaban su apoyo. Piense por último en quién estaba al mando entonces.
Le contaré un secreto: los jefes, los líderes -si es que prefiere este término- existen y tienen mucha importancia, tanto en las instituciones públicas y las empresas privadas, como en nuestra vida diaria. Es más, tengo el profundo convencimiento de que eso del asambleísmo es un camelo. Al fin y al cabo, siempre hay alguien que decide, y este alguien siempre está arropado por un grupo. Es esta persona quien marca el tono, quien propaga una forma de hacer y de expresarse. Pocas cosas son más importantes, tan delicadas y trascendentes como la elección de la directora, el jefe de sección, la responsable de departamento o el inspector de servicio. Yo he compartido mesa con compañeros a los que no aguantaba cuando estaban bajo la supervisión de cierto jefe, y que me han parecido encantadores y hasta razonables bajo la supervisión de otro. No es algo extraño, en realidad. No es falta de carácter, es una simple cuestión de humanidad. Qué le vamos a hacer. Somos así y no está de más saberlo. Aceptar nuestras debilidades suele ser una buena cura contra el sufrimiento propio y ajeno. No en vano, decía el director de cine Akira Kurosawa (ferviente admirador de Dostoievski, por cierto) que “los seres humanos serían más humanos si pensaran que hay aspectos de la realidad que no pueden manipularse”.
Pero sigamos adelante. Aquí va otro secreto (hoy me siento espléndida): pocos comportamientos son más dañinos para una empresa e institución pública o privada, como la dejación de funciones por parte de un responsable. Permítame contarle una experiencia personal que, siendo aparentemente insignificante -como la gran mayoría de las cosas que nos pasan en nuestro día a día- para mí resultó ser, sin embargo, altamente iluminadora. Los viernes suelo ir a un pequeño bar en el que ponen buenas tapas a un precio más que razonable. El lugar es pequeño, así que por lo general suele ser difícil conseguir sitio para sentarse. Pues bien, en una de mis primeras visitas al bar, tuve la suerte de ver cómo se levantaba un grupo de personas de una de las mesas. Me dirigí sin dudarlo a ella y me senté, feliz de haberme hecho por fin con un sitio. Un minuto después, el dueño me estaba pidiendo que me levantara. Al parecer había una pareja que le había pedido la mesa antes. El sistema –que yo no conocía entonces- consistía en asignar las mesas por orden de solicitud. Yo me enfadé y se lo hice notar. ¿¡Por qué levantarme si fui más rápida!? ¡Que hubiesen estado ellos más atentos! ¡Al fin y al cabo es un bar, no un restaurante! El dueño no evitó el conflicto, me miró y me dijo que lo sentía pero que la mesa correspondía a otros. Me levanté y me fui. Volví al cabo de unos días. Sentía curiosidad por ver si esa regla que se me había aplicado a mí, se aplicaba en general. Llegué al bar, le pedí mesa, me sonrió, -probablemente algo divertido por mi vuelta- y esperé, caña en mano. Efectivamente, las cosas fueron como debían: cuando llegó mi turno, me senté. Así ha sido siempre desde entonces. Yo aprendí una lección importante en ese bar (¡quién me lo iba a decir!) El buen ambiente que se respira en él, depende fundamentalmente de la impecable gestión de su dueño, de que este realiza la función que le corresponde. Lo que una interpretación fugaz pudiera tomar como una pérdida a corto plazo (la de un cliente), se convierte en realidad en una importante ganancia a largo plazo. Traslade ahora este ejemplo insignificante a cualquier otra empresa: piense en el malestar que se origina por las injustificadas diferencias de sueldo, de trato o de actuación; piense en Oxfam.
Para concluir, un último secreto: la función principal de un jefe es que se sepa que se sabe. Con objeto de explicarme, permítame hacer referencia a un bonito artículo publicado en marzo por Cultura Científica. En él, su autor nos describe cierta investigación realizada por un equipo de antropólogos acerca del interés evolutivo que pueda tener el contar historias:
Según este equipo […], para que un grupo humano coopere, no solamente hay que resolver el problema de cómo penalizar a los que no cooperan y se aprovechan de quienes sí lo hacen […]. También haría falta que los miembros del grupo compartan el conocimiento acerca del comportamiento de los demás; en otras palabras, no sería suficiente con saber cómo actuar en una situación dada, sino que los miembros del grupo necesitan saber que los demás también saben cómo actuar. Es lo que los autores del trabajo denominan metaconocimiento. […] Y para ello, -sostienen- las historias pueden ser instrumentos muy importantes. |
Esta es la función principal del líder: generar una dinámica de actuación que sea conocida por todos. Más aún, conseguir que esa manera de actuar sea transmitida, narrada, de unos empleados a otros, de manera que todos sepan que los demás saben. Apasionante ¿verdad? Esto del metaconocimiento (o su ausencia) da lugar a comportamientos muy interesantes. Aquí le dejo un divertido rompecabezas para terminar. A ver si le parece tan revelador como a mí: