En el año 1947, ya acabada la II Guerra Mundial y conocidos los desmanes deshumanizadores del nazismo, la ONU redacta un borrador de lo que un año después se convertirá en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Este borrador es enviado entonces a la American Anthropological Association (AAA), que a su vez lo rechaza en aras del relativismo cultural.
Las cosas han cambiado mucho en la actualidad -afortunadamente, también lo ha hecho la posición de la AAA con respecto a los derechos humanos-, pero el camino no ha sido sencillo y tampoco es irrevocable. También las personas recorren un camino accidentado a lo largo de sus vidas. Las creencias que lo son un día, pueden no serlo al siguiente. La gente que nos rodea, las experiencias que vivimos, las discusiones que mantenemos, tienen mucha importancia en lo que somos y en lo que nos convertimos.
Vivimos una época –al menos en España- en la que casi todos nuestros políticos dicen querer gobernar para todos. Es lo razonable, desde luego, y sin embargo, acto seguido estos mismos políticos desprecian al adversario, lo descalifican y lo humillan (al adversario y sus votantes, no hay que olvidarlo). Vivimos una época en la que cambiar de opinión parece una afrenta, y en la que hay temas de los que no se está dispuesto a discutir, porque tan solo nombrarlos resulta enojoso.
Yo he experimentado cambios de opinión importantes en mi vida. Por momentos dudé. Es lo que suele ocurrir cuando una está rodeada de gente a la que admira que opina de manera diferente. Me habría gustado entonces poder exponer con libertad mi opinión, discutirla con ellos, observar la evolución de mis razonamientos, y entender así algo mejor los suyos e incluso los míos propios. Todo habría sido más sencillo y yo habría salido antes de mi error. Es una pena que no ocurriese así. Hay cosas de las que no se puede hablar sin que el que se tiene enfrente muestre un profundo desprecio por uno. Lo entiendo, ceder en la discusión sosegada de ciertas cuestiones puede ser muy costoso. Si el interlocutor no es honesto y uno flaquea en elocuencia se puede ofrecer una imagen de debilidad que acabe teniendo graves repercusiones en la vida práctica. Lo entiendo. Hay que saber elegir las discusiones y, sobre todo, hay que saber elegir al interlocutor. Hay gente estupenda con ideas terribles, y gente terrible con ideas estupendas. Con la gente terrible, independientemente de sus ideas, es mejor no hablar demasiado. A día de hoy, y por lo general, yo procuro discutir solo con gente que me parece honrada y que me trata con amabilidad. Me da igual cuáles sean sus ideas. Me cansa que la ideología se interponga en el camino del debate honesto y humano. De hecho, estoy cansada de que la ideología se interponga en casi todo. De ahí que cuando en el Congreso se producen imágenes como las que nos dejó el pasado diciembre la despedida de Alberto Rodríguez (diputado de Podemos) al popular Alfonso Candón, me reconcilie un poco con la política. Es una pena que no veamos más a menudo imágenes como esta.
Rehuir por norma la discusión sosegada –no indignada, no despreciativa- con quien tiene ideas que nos parecen infames, tiene un problema principal con inquietantes repercusiones prácticas: la polarización, y de ahí incluso, la radicalización. Si los únicos que discuten sosegadamente con una son quienes opinan del mismo modo, probablemente acabemos fijando definitivamente nuestras ideas y asumiendo otras incluso más preocupantes que las anteriores. Acabaremos repudiando a quienes nos desprecian y estableciendo vínculos más estrechos con quienes coinciden en opinión con nosotros.
Hace un par de semanas terminé de leer el libro de John Carlin “El Factor Humano. Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación.” Es un libro conmovedor en muchos sentidos. Destaca la personalidad seductora de Mandela. Sorprende la determinación del líder negro surafricano por hablar con gentes blancas que apoyaban y ejercían con convicción el apartheid. Sorprende el trato amable que les brindaba y, sobre todo, sorprende la respuesta de la gran mayoría de ellos a la generosa mano tendida de Mandela: reciprocidad, confianza y paciencia. Mandela no cedió en sus convicciones, pero les escuchó y les trató con respeto –el mismo respeto que demandaban los negros de ellos-. Consideró sus razones, explicó las suyas y les transmitió confianza.
Fue Sisulu [compañero y consultor de Mandela], por ejemplo, el que mejor comprendió cómo ablandar los corazones de los carceleros blancos. La clave, como explicaría mucho después, era el «respeto elemental». No quería aplastar a sus enemigos. No quería humillarlos. No quería pagarlos con la misma moneda. Sólo quería que les tratasen con respeto. (Capítulo II – El Ministro de Justicia).
Con cada conversación, Mandela fue ganando terreno. Las convicciones de algunos líderes afrikáneres dejaron de estar tan claras, Sudáfrica cambió.
Resulta preocupante la tendencia a la polarización que se observa en España, la falta de generosidad, de paciencia. Esperemos que las cosas se calmen un poco. Conviene recordar que ningún estado –de bienestar o no- es irrevocable. Tenemos demasiado que perder. Así que, estimado político, si lee esta entrada, por favor, relájese un momento, tómese una infusión (sin teína, claro está) y dedique unas horas a leer el libro de Carlin. Es hora de que recuerde la importancia que tiene el factor humano.